miércoles, 3 de agosto de 2016

LA CREATIVIDAD Y EL CONTRATO ACADÉMICO

El conocido académico Ernest Boyer en un escrito señero de 1997, “Scholarship Reconsidered” plantea que la calidad de la academia depende “por sobre todo, de la vitalidad de cada profesor” (Boyer, 1997)
Al respecto, cabrían al menos dos comentarios: uno, en relación a la noción de vitalidad y su implicancia respecto de la actividad académica; el otro, en relación al sujeto.
En cuanto a la noción de vitalidad, ésta representa precisamente la apuesta por la vida, que es florecimiento, fecundidad y fecundación, renovación, creación.  Un académico que no hace esta opción y renuncia a ella, está abandonando el corazón de la vocación.
En la práctica y de acuerdo a los parámetros vigentes, la vitalidad se traduce en productividad: la cantidad de objetos producidos en razón del tiempo contratado y los recursos puestos a disposición.  Específicamente, los protocolos de evaluación o calificación académica, como sea que se les denomine, ponen en primer lugar la productividad científica, traducida en publicaciones en revistas ISI o algún otro índice relevante. La docencia no tiene tal valor; de hecho, se da por supuesto que un académico debe hacer docencia, pero no hay una evaluación de la misma (se ha argumentado reiteradamente que es por la dificultad de disponer de indicadores unívocos, claros y distintos). Consecuentemente, un académico que ponga su creatividad, su vitalidad, al servicio de una mejor formación de los estudiantes, no tendrá reconocimiento de su aporte. Más aún, ni siquiera será considerado como tal. La conclusión es clara: para avanzar en la carrera académica, para tener un nombre y una posición en el mundo académico, la docencia no es el camino; más aún, suele ser un obstáculo en cuanto quita tiempo a lo único realmente importante: la investigación y la publicación. Esta cultura instalada en nuestro medio es lo que Slaughter y Leslie (1997) denominaron “capitalismo académico”: la universidad como actor en el mercado y los académicos como agentes que buscan también lucrar y avanzar en la competencia desatada.
En referencia al sujeto, como bien destacan los autores citados, el capitalismo siempre es individualista. En consecuencia, la vitalidad y la creatividad son un rasgo de los individuos antes que de los colectivos. Más aún, la idea misma de un colectivo se opone al planteamiento del capitalismo académico: el colectivo no existe, no puede existir, porque va contra la lógica propia del individualismo en el marco del capitalismo. Lo que puede aceptarse es la constitución de equipos o grupos de trabajo, en que los individuos sobresalen por algún concepto. Pero el anonimato del colectivo es completamente impertinente al modelo. Las políticas universitarias actuales en Chile se enmarcan en este rechazo a la idea de los colectivos que aprenden y enseñan. Lo único que se premia y reconoce son los logros individuales. La idea del colectivo o la comunidad no está contra la creatividad ni la productividad: simplemente varía la forma de referirla. Un colectivo que reflexiona tiene más posibilidades de enriquecimiento que un solo individuo, toda vez que la variedad de las miradas necesariamente resultará en mayor riqueza de perspectivas. La menor relevancia de la promoción individual como la gran meta podrá resultar en una preocupación por el bien común, por aquello que tiene impacto social antes que promoción individual, pero no se oponen ambas perspectivas.
Finalmente, si la producción es lo propio y esencial del contrato académico como suele entenderse en el marco de la Educación Superior, cabe preguntarse ¿por qué sólo se considera producción aquellas relacionada con la investigación publicada, con el registro de patentes, con la innovación tecnológica? ¿por qué la creatividad en la enseñanza no cuenta? ¿Por qué la creatividad en la relación con el medio no tiene mayor relevancia? Los argumentos que lo explican por la dificultad de medirlo se asocian  a la llamada “falacia MacNamara” que en síntesis dice “si no se puede medir, entonces no existe”. Pero, como señala Charles Handy, “eso es suicida”.
En síntesis, podemos estar de acuerdo profundamente con que la creatividad y la vitalidad son clave para la constitución de la academia, pero no con la afirmación que ello depende de cada académico individual, dejando en la oscuridad la existencia de colectivos y comunidades. También afirmar que la producción que se puede medir fácilmente no es la única que existe: debemos ser capaces de desarrollar miradas y procedimientos para estimar el aporte de los docentes en otras acciones tan importantes como la enseñanza, la producción de material de enseñanza, la difusión y la extensión, la gestión.

Referencias
Boyer, E. L. (1997). Scholarship Reconsidered. Priorities of the Professoriate. A Special Report. San Franciscop: Jossey-Bass.

Slaughter, S., & Leslie, L. L. (1997). Academic capitalism: politics, policies, and the entrepreneurial university. Baltimore: John Hopkins.