El conocido académico Ernest Boyer en un
escrito señero de 1997, “Scholarship Reconsidered” plantea que la calidad de la
academia depende “por sobre todo, de la vitalidad de cada profesor” (Boyer, 1997).
Al respecto, cabrían al menos dos
comentarios: uno, en relación a la noción de vitalidad y su implicancia
respecto de la actividad académica; el otro, en relación al sujeto.
En cuanto a la noción de vitalidad, ésta representa
precisamente la apuesta por la vida, que es florecimiento, fecundidad y
fecundación, renovación, creación. Un
académico que no hace esta opción y renuncia a ella, está abandonando el
corazón de la vocación.
En la práctica y de acuerdo a los
parámetros vigentes, la vitalidad se traduce en productividad: la cantidad de
objetos producidos en razón del tiempo contratado y los recursos puestos a
disposición. Específicamente, los
protocolos de evaluación o calificación académica, como sea que se les
denomine, ponen en primer lugar la productividad científica, traducida en
publicaciones en revistas ISI o algún otro índice relevante. La docencia no
tiene tal valor; de hecho, se da por supuesto que un académico debe hacer
docencia, pero no hay una evaluación de la misma (se ha argumentado
reiteradamente que es por la dificultad de disponer de indicadores unívocos,
claros y distintos). Consecuentemente, un académico que ponga su creatividad,
su vitalidad, al servicio de una mejor formación de los estudiantes, no tendrá
reconocimiento de su aporte. Más aún, ni siquiera será considerado como tal. La
conclusión es clara: para avanzar en la carrera académica, para tener un nombre
y una posición en el mundo académico, la docencia no es el camino; más aún,
suele ser un obstáculo en cuanto quita tiempo a lo único realmente importante:
la investigación y la publicación. Esta cultura instalada en nuestro medio es
lo que Slaughter y Leslie (1997) denominaron “capitalismo académico”: la universidad como actor en
el mercado y los académicos como agentes que buscan también lucrar y avanzar en
la competencia desatada.
En referencia al sujeto, como bien
destacan los autores citados, el capitalismo siempre es individualista. En
consecuencia, la vitalidad y la creatividad son un rasgo de los individuos
antes que de los colectivos. Más aún, la idea misma de un colectivo se opone al
planteamiento del capitalismo académico: el colectivo no existe, no puede
existir, porque va contra la lógica propia del individualismo en el marco del
capitalismo. Lo que puede aceptarse es la constitución de equipos o grupos de
trabajo, en que los individuos sobresalen por algún concepto. Pero el anonimato
del colectivo es completamente impertinente al modelo. Las políticas
universitarias actuales en Chile se enmarcan en este rechazo a la idea de los
colectivos que aprenden y enseñan. Lo único que se premia y reconoce son los
logros individuales. La idea del colectivo o la comunidad no está contra la
creatividad ni la productividad: simplemente varía la forma de referirla. Un
colectivo que reflexiona tiene más posibilidades de enriquecimiento que un solo
individuo, toda vez que la variedad de las miradas necesariamente resultará en
mayor riqueza de perspectivas. La menor relevancia de la promoción individual
como la gran meta podrá resultar en una preocupación por el bien común, por
aquello que tiene impacto social antes que promoción individual, pero no se
oponen ambas perspectivas.
Finalmente, si la producción es lo propio
y esencial del contrato académico como suele entenderse en el marco de la
Educación Superior, cabe preguntarse ¿por qué sólo se considera producción
aquellas relacionada con la investigación publicada, con el registro de patentes,
con la innovación tecnológica? ¿por qué la creatividad en la enseñanza no
cuenta? ¿Por qué la creatividad en la relación con el medio no tiene mayor
relevancia? Los argumentos que lo explican por la dificultad de medirlo se
asocian a la llamada “falacia MacNamara”
que en síntesis dice “si no se puede medir, entonces no existe”. Pero, como
señala Charles Handy, “eso es suicida”.
En síntesis, podemos estar de acuerdo
profundamente con que la creatividad y la vitalidad son clave para la
constitución de la academia, pero no con la afirmación que ello depende de cada
académico individual, dejando en la oscuridad la existencia de colectivos y
comunidades. También afirmar que la producción que se puede medir fácilmente no
es la única que existe: debemos ser capaces de desarrollar miradas y
procedimientos para estimar el aporte de los docentes en otras acciones tan
importantes como la enseñanza, la producción de material de enseñanza, la
difusión y la extensión, la gestión.
Referencias
Boyer, E. L. (1997). Scholarship Reconsidered. Priorities of the Professoriate. A Special
Report. San Franciscop: Jossey-Bass.
Slaughter, S., & Leslie, L. L. (1997). Academic capitalism: politics, policies, and
the entrepreneurial university. Baltimore: John Hopkins.
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