Escribimos en tiempos de pandemia. Son tiempos en que las certezas que creíamos tener se han venido abajo. Y nos preguntamos por qué es lo que nos queda, cuáles son las seguridades con que contamos, qué hemos de hacer, hacia dónde caminar.
Por cierto, tenemos diversas opciones, aunque no todas del mismo valor o validez, dependiendo del punto de vista en que uno se sitúe.
Están quienes recurren al pensamiento mágico, pretendiendo o esperando que las soluciones lleguen por obra de algún poder superior. Una forma de pensamiento mágico es la religión (“el virus no podrá derrotar a los que creen”, “Dios es mayor a cualquier virus”) y hay quienes confían en ella porque es una certeza que eventualmente resiste a toda crítica. Otra forma de pensamiento mágico es aquella que sustituye la intervención divina por la ciencia: “al final, triunfará la ciencia y tendremos las soluciones”; no se piensa que hay situaciones ante las que la ciencia nada puede hacer.
También están los que proponen una suerte de “naturalismo”, señalando que siempre han existido pandemias y catástrofes que han diezmado a la humanidad. Se asume que se trata de procesos “naturales” de auto-regulación de la naturaleza, en este caso controlando a la población. Similarmente, una variante sostiene que se trata de procesos de renovación de la naturaleza, mejorando la genética de las poblaciones por vía de la “selección natural”.
Una tercera forma de enfrentar la incertidumbre es acudir al “orden”. La pandemia se trata de un asunto de seguridad pública y su control requiere la intervención de quienes tienen la fuerza. Así, muchos apelan al ejercicio de la fuerza, a la instalación de regímenes policiales o la militarización del control. Cuando las cosas funcionan ordenadamente –se señala– las posibilidades de control del virus aumenta. No dicen que lo que aumenta realmente es el control de las poblaciones.
Por cierto, están aquellos para quienes la pandemia, como cualquier catástrofe, es una oportunidad. Oportunidad para vender (o comprar), para engañar, para (des)orientar y (des)informar a la población. Una oportunidad de negocios que hay que aprovechar. Desde el negocio más modesto, como el que vende mascarillas artesanales en la esquina, hasta el que especula en la bolsa y amasa grandes fortunas con la desgracia de los demás.
¿Qué nos permite el pensamiento crítico en estas situaciones? ¿Acaso es una herramienta para combatir todas estas concepciones y abusos?
El pensamiento crítico, en primer lugar, acota el fenómeno, busca ponerlo en sus dimensiones reales, o al menos, en las dimensiones que permiten establecer su tamaño e impacto. Frente a la campaña del terror por el Covid-19, que hasta la fecha lleva casi 300 mil muertes en 5 meses, no advertimos que en este mismo lapso son más de 2 millones de niños menores de 5 años que han muerto de hambre. Primera constatación: si bien el virus es mortal, hay otras enfermedades más mortales frente a las cuales no se reacciona de la misma manera.
Segundo, el pensamiento crítico pregunta por los factores asociados a un fenómeno, directos e indirectos. ¿Qué podríamos preguntar acerca de la pandemia? Podemos interrogarnos sobre su origen, desde dónde surgió y bajo qué circunstancias; cuál es la evidencia para sustentarlo; si hubo agentes específicos asociados (como investigadores, militares, bioquímicos, agentes de la divinidad, etc.). También es posible preguntar por la estructura del virus, que es lo que hacen los científicos en sus laboratorios, esperando obtener tanto una vacuna como una cura para la enfermedad. En todo caso, siempre será un estupendo negocio para los laboratorios y farmacéuticas asociados.
Tercero, la pregunta por cómo funciona algo: cómo se contagia el virus, la velocidad de su expansión, entre quiénes se contagia con mayor fuerza, velocidad y letalidad; qué poblaciones son las más afectadas; qué condiciones de vida tienen estas. En esta misma línea, la pregunta de por qué el virus puede expandirse con tanta rapidez, y por qué las respuestas de los sistemas de salud son tan lentas, ineficientes e ineficaces, muriendo muchas más personas que las que podría esperarse.
Finalmente, preguntar por quiénes sobreviven a todo esto. Por cierto, no los más pobres, ni los indígenas, ni las poblaciones migrantes. No son los ancianos que “viven” de una pensión miserable que no alcanza prácticamente para nada. No son los usuarios de sistemas de “salud” paupérrimos, sin casi recursos. No. Los que tienen las mejores oportunidades de sobrevivir son los bien alimentados, los que tienen los recursos para aislarse en espacios holgados y no en el hacinamiento, los que disponen de los recursos de la salud privada de primer nivel: los que tienen el dinero, o el poder, o ambos.
En esta misma línea, ¿quiénes aprovechan de ello? Es cosa de mirar a los grupos de interés que controlan las economías, los gobiernos, las armas, el comercio, los recursos naturales. Siempre son unos pocos que “viven” del abuso de los demás.
Entonces, pensar críticamente significa hacer preguntas, hasta las más incómodas, hasta las que remecen nuestras propias creencias. El pensamiento crítico es un acto de honestidad fundamental del ser humano. El pensamiento crítico no obedece a intereses, sino que es profundamente libre. No es neutro, no. Es libre en cuanto el pensador auténticamente crítico no puede sino tomar posiciones. Y por ello, el auténtico pensamiento crítico en lo social es eminentemente comprometido. Es eminentemente político.