La demanda por educación pública, gratuita y de calidad que
los estudiantes y el país han comenzado a exigir de manera explícita y masiva
desde 2011 se ha visto relevada por una propuesta gubernamental de educación
pública gratuita. Ante ello resurgen las demandas de algunas universidades
privadas para ser consideradas. Sus principales argumentos residen en que
tienen una vocación pública, que hay una tradición en ello, que reciben
recursos del Estado.
Sin embargo, la literatura mundial sobre educación superior
deja muy en claro que educación pública es sinónimo de estatal. En otras
palabras, solo ameritan ser calificadas como universidades públicas las
universidades estatales, es decir, aquellas que son propiedad del Estado y son
financiadas por éste, con recursos públicos, para el servicio de la sociedad.
Ante los argumentos que intentan relativizar lo público
haciéndolo también función de la iniciativa privada, es claro que si una
institución es privada entonces no es propiedad del Estado; por consiguiente,
no puede ser considerada pública. Por cierto, las universidades privadas y en
general las instituciones educativas privadas prestan un servicio público.
También ese argumento puede ser esgrimido por los bancos, los supermercados,
los agricultores; pero ello no los transforma en entidades públicas.
Efectivamente hay una tradición en Chile de financiamiento
estatal de instituciones privadas, lo que –más allá de la honorabilidad de esas
universidades– constituye una contradicción: se entregan dineros públicos cuyo
uso no es supervisado por la Contraloría General de la República: lo público se
transforma en privado. Por el contrario, los dineros privados que ingresan a la
universidad pública son afectos al control: aquí los ingresos de origen privado
son tratados como públicos, puesto que la norma de probidad y
responsabilidad así lo requiere.
Pero hay más: las universidades públicas –es decir,
estatales– tienen obligaciones que le vienen por esa propia naturaleza, de las
que no son menores las relacionadas con pensar al país, contribuyendo activa y
significativamente a las políticas públicas nacionales; ocuparse de aquellos
problemas que son de interés nacional;
promover los valores republicanos de tolerancia, pluralismo, sentido de lo
público, responsabilidad social ciudadana. Entonces, que los señores rectores de las universidades privadas no insistan en esta idea de hacer que lo privado sea público. Son privadas cuyo dueño no es el Estado. Eso es.
Todo esto requiere una triple articulación: del Estado que
responda a las necesidades financieras de sus universidades; de la sociedad que
confíe que las universidades públicas son un aporte para su desarrollo; de las
universidades públicas que respondan a las demandas y expectativas de ambos.
Quedan muchas preguntas acerca de todo ello, aparte de las
específicas relacionadas con las cuestiones propiamente técnicas del
financiamiento. Entre ellas, ¿qué universidad pública requiere el país mirando
al futuro que quiere construir? ¿cómo se concilian la dependencia financiera
con la necesaria libertad de la academia? ¿cómo y bajo qué respectos se
articulará la universidad pública con el aparato estatal y las políticas
públicas? ¿cómo se resguardará la existencia de la educación privada sin que
ello implique desmedro o deterioro de la educación pública como hasta ahora?
Estas y más preguntas deben ser respondidas no sólo
por la autoridad y el mundo de la política sino que por todos los ciudadanos y,
particularmente, por quienes nos desempeñamos en el mundo de la educación,
pública como privada.
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